martes, 15 de abril de 2008

ROJO

Me levanté de golpe tratando de escapar de aquella pesadilla, mi respiración era forzada y casi por instinto busqué el inhalador por el suelo. Revolviendo unas chamarras encontré lo que buscaba, me erguí y apreté el dispersor, la vida mojó mis anginas, poco a poco recuperé la respiración. El sodio salía con agua de mis poros, resbalaba en gruesas gotas por mi frente, mi boca hacía un sonido grave al respirar. Más calmado, comprendí todo, traté de recordar escenas del sueño. Sólo aparecían en mi mente fragmentos de imágenes sin secuencia, como plastas de pintura dispersas sobre tela; tenía que encontrarles el sentido. En un cuarto una luz violeta titilaba, había un simio color rosa comiendo sandía, se escuchaba música de violín, suave y aterradora, había risas volando por el cuarto, tragándose el silencio, después, María con sus labios rojos y su vestido rojo también. Se acercaba a mí jugando con sus pasos, sonreía dulcemente, con sonrisa de diva a media noche. De repente, un destelló de luz ofuscó mis ojos; su mano derecha portaba un cuchillo...
¿Qué significaba aquello, el simio, el cuchillo, el rojo…?
¡María!, ahí estaba la clave de todo, un rictus de terror se esculpió en mi rostro, ¿acaso no estaba muerta? La velé por tres días en una cantina de mala muerte, cavé su tumba en el cementerio de mis neuronas y al momento de aventarla en su último lecho le corté la cabeza para que nunca regresara. Volvió. Sentí una desesperación agobiante, apreté ropa y la mordí, buscaba algo que me alejara de aquellos pensamientos. Y entre más trataba de evadirlos más me atormentaban. María, María, María, un vértigo me mareaba, fui al baño y traté de vomitar, tal vez así sacaría aquella enfermedad que me pudría el cuerpo. No pasó nada, el asco se quedó en mi garganta. Me lavé la boca con bastante pasta y miré el espejo tratando de encontrar el Pez que habita en él (en todos los espejos), del que habla Zallinger. Ahí estaba, nadando en ese estanque de mercurio, dibujando una rápida silueta hacía mi presencia, y sus ojos crecían y crecían mientras sus dientes se mostraban al abrir de su hocico, ¡hasta que el rojo invadió el cristal! Estrellé mi cabeza contra el reflejo, pedazos de vidrio se regaron por el suelo. Toqué mi frente y mis manos se llenaron de sangre. Traté de imaginar que tenía sangre azul, como esos cefalópodos de tres corazones o como el Limulus (cangrejo herradura) de aspecto temible. No me convencía, lo que veía era rojo, sí, ¡rojo!
Quizá algunos me califiquen de exagerado. Deben saber que la maldad se esconde tras diversas y mutables formas, una de ellas, es el amor de María.
Con las manos en la sien temblaba. Me di cuenta de lo absurdo de mi acto: no me tenía que cuidar de algo tan sincero como un espejo, sino de esas imágenes que distorsiona la mente. En todo caso yo reflejaba el rojo, en todo caso yo era María.
Caminé a la cocina por un vaso de agua, me iba sacudiendo pedacitos de vidrio de la frente. Me serví del garrafón y permití que el líquido dejara su frialdad en mi traquea. Por la ventana de la sala entraba la voz de mi vecino, cantaba salsa.
—¡Ya cállate hijo de la chingada, son las 3 de la mañana! —le grité esperando el silencio habitual de la noche.
No se calló.
—¿Te vas a callar o voy y te reviento la madre?, siempre es lo mismo —insistí. Su canto se elevó de tono.
Ante aquel desafío salí del departamento dispuesto a golpearle. Con el puño cerrado toqué tres veces en su puerta. Se escucharon pasos.
—Qué quieres, en mi departamento yo hago lo que... —en ese momento su frase se vio interrumpida, había girado la chapa y le aventé la puerta en la cara.
—Pero qué... —alcanzó a balbucear y ya no dijo más, de un madrazo lo hice perder el equilibrio. Me abalancé sobre él y ya en el suelo mis puños moldeaban su rostro. Mi brazo estaba tenso: descargaba golpes con todas sus fuerzas. De pronto comenzó a brotar sangre, de los labios, de las mejillas… Me aparté rápidamente, el terror me invadió. Di una vuelta como tratando de buscar salvación en el aire, no valió de nada, mis pensamientos volvieron al rojo. Salí seguro de no haber cometido un crimen; mi vecino respiraba dificultosamente mientras musitaba palabras incomprensibles y escupía gotitas de sangre.
¿Qué estaba pasando?, ¿acaso el amor de María era el causante de aquel trastorno? No lo descartaba. El amor de María era un mar en el que uno se sumergía y quedaba atrapado como en sueños, embelesado por el sonido suave y armónico de su oleaje, engañado por el azul y la templanza de sus aguas. Lo que nadie sabía era que en sus profundidades vivía un monstruo de sangre verde (tiene que ser verde, ¡Dios mío!, temo al pensar que sea del color de mi tormento), un monstruo tan terrible como el Leviatán que vio la luz en el quinto día de la Creación o como el que habita en el lago Ness, del que escurren mucosidades en un glu glu interminable y espera ansioso el mejor momento para acabar con el mundo, así de terrible era el amor de María.
Busqué el botiquín, algunos calmantes tal vez me ayudarían. Lo encontré en el segundo cajón de mi closet, empecé a revisar las pastillas, no podía concentrarme en leer las etiquetas. Llamó mi atención un frasco sin nombre y vacié su contenido de cápsulas blancas en el embudo de mi boca, mi paladar no protestó. La locura me invadía, azoté mi cabeza contra la pared varias veces al mismo tiempo que repetía palabras: yo soy el simio, María toca el violín, me gusta la sandía, su sonrisa es de burla, me va a matar...
Aquello no funcionaba, tenía que intentar otra cosa. Desesperado, saqué el revólver que guardaba bajo llave, dentro de una maletilla. Estaba cargado y el metal transmitía frío a mis manos. Nervioso, toqué el gatillo y puse el cañón contra mi sien, con la otra mano volví a usar el inhalador. Una sirena de policía se escuchó fuera del edificio, y en lugar de asomarme por la ventana traté de reflexionar por última vez, pero en ese instante vi la sangre que bajaba por mi frente, ¡vi el rojo! Necesitaba deshacerme de aquel pensamiento de una vez por todas. Sentía miedo, sin embargo, me sabía más perverso que María, no me quedaría sin venganza, poseía plena conciencia de que al apretar el gatillo ella también moriría. Pero el plomo no salía del revólver, mi mano parecía de piedra y no obedecía órdenes, se negaba rotundamente a manchar el piso de plasma. El ruido de pasos precipitados inundó el pasillo, alguien entraba por la puerta que había dejado sin seguro.
—¡Salga con las manos en alto! —se oyó una orden estridente y clara.
—¡Váyanse a la mierda! —les contesté, me dije que ya no podía esperar más tiempo para matar a María, sólo tenía unos instantes para acabar con su existencia. Mi brazo seguía sin responder, era una escultura de bronce sobre mi hombro, las pastillas blancas habían surtido efecto. Volteé hacía la ventana, María no podría soportar tres pisos sin paracaídas, y ¡Oh fortuna!, mis piernas también se congelaron; el calor del cuarto era tan pobre como para deshacer el hielo, en lugar de calentar, enfriaba. Los policías habían llegado hasta mí, me apuntaban.
—¡Tire la pistola, tire la pistola! —ladraban dos voces al unísono.
El brazo que aún se mantenía fiel a mí les mentó la madre. Los perros se abalanzaron contra mí, escupiendo rabia y mostrando sus colmillos me tiraron al suelo. Ofrecí toda la resistencia que pude por escapar de sus garras y en el ajetreo rodó la pistola unos tres metros.
—¡Suéltenme perros, suéltenme, tengo que matar a María!, ¿acaso no comprenden? —grité en el paroxismo de mi euforia. Los dedos que aún quedaban sin paralizar se extendían hacía el revólver mientras seguía vociferando: ¡María, María!

Guillermo Arroyo, México DF, 07/04/08

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