La niña luna entró por la ventana con cachetes de sonrisa y una estrella de Pissis como arete. Sobre ella, teñía su lira el triste Orfeo, regalando viento bañado de poesía a los oídos insaciables que todo lo convertían en palabras prohibidas. Los muslos-serpientes danzaban entrelazando sus cuellos y azotándose contra la seda en interminable cópula. El amor dolía al fundir de los pechos, despidiendo un vapor como el del mar hirviente; dolía cuando ese niño gigante y fornido disparaba sus flechas contra los pechos y los corazones se abrían como rosas sin botón; dolía porque los gemidos ya no encontraban el aire para vivir y era tarde para detener el tiempo; dolía por ser amor inasible, acuoso, que se escapaba de las manos.
Todos los sátiros reían al tocar los pechos de la Venus de Milo, y brincaban acariciando sus barbas en busca de las linfas. Celebraban el amor. Las luciér-hadas se masturbaban al contemplar aquellos cuerpos salinos, y cada destello de luz era un orgasmo; ya luego, extasiadas, temblantes, morían sobre el suelo de pétalos. Las ménades lamían al centauro Ixhión dándole frutos de vid en su boca, y éste acariciaba sus cabellos con la sonrisa de un padre incestuoso. Todos agradecían su existencia a los amantes, incluso los espejos que grababan el mejor perfil para convertirlo en piedra. El amor era un sueño de dos: ella se convertía en cascada y le inundaba primate, él era serpiente y la perseguía liebre. Los gusanos, fieles criaturas de Cronos, median el tiempo con sus pasos, pero ninguna porción bastaba; el amor, ya se sabe, no es cosa entre dos puntos, es cosa de infinitos. Él propuso ónices de fuego; ella, tortugas en la mar, terminaron lagartijas, una sobre otra.
Aquellos cuerpos eran un rompecabezas armable de mil formas, todas incorruptibles y todas correctas; dos llamas que juntas hacían un fuego más grande; dos almas que morían de mil formas sin poder detener la muerte. Y era una que, herido el pecho del amante, dejaba escapar dolores-hormiga por la herida abierta. Entonces ella, por aliviar su dolor, le sacó el corazón-manzana elevándolo y apretándolo entre sus manos para que toda la sangre escurriera sobre su boca; y después, en un acto tan sublime como la muerte, mordió aquel fruto delicioso y arrancó la carne para sus fauces; comprendió el dolor: sintió dentro de su pecho el calor del amante (que moría y seguía muriendo) y el deseo de morir junto a él se hizo un dios de bello rostro al que quiso venerar, ¡pero no! No en esos momentos, pues ¿acaso no faltaban por vivir (revivir) las cosas más inexploradas del mundo? Sí, ¡y vaya que les faltaba tiempo! Por eso, en lugar de acelerar la extinción del Universo, besó la sobrante tercera parte del corazón y lo frotó entre sus manos. Ese pedacito comenzó a latir y a crecer y a regenerarse y a expandir sus venas como el árbol que quiere alcanzar el sol y el centro de la tierra. Volvió a su dueño, volvió a la sangre… Él sonreía a la vida; y ella, con el cuerpo arqueado, pudo ver por un instante la luz de Shabda, y suspiró tratando de asir aquella imagen divina para siempre. ¿Era un soñar despiertos o era un despertar siendo sueño? ¡Qué importa! La orquídea nacía en el bosque de los vientres: blanca, dormida, brillante… Intercambiaron las cuencas de sus ojos para poder mirarse con el amor del otro, y su corazón se llenó de alegría al ver que eran iguales y no había una sola razón para no desear la locura del mundo. Ella acariciaba sus cabellos y hacía círculos concéntricos en su ombligo: el centro del Universo, mientras la mano-araña del amante caminaba por el vientre de la amada y le mordía. Los ojos dieron luz a los cuerpos y se contemplaron largo rato, pasmados sin pensar en el inservible tiempo. Y el silencio habló, no porque no hubiese algo que decir, sino porque no bastaban las palabras para cantar toda, la inalcanzable, vastedad del Universo.
Guillermo Arroyo Jiménez, Ciudad de México, 02/10/08
Todos los sátiros reían al tocar los pechos de la Venus de Milo, y brincaban acariciando sus barbas en busca de las linfas. Celebraban el amor. Las luciér-hadas se masturbaban al contemplar aquellos cuerpos salinos, y cada destello de luz era un orgasmo; ya luego, extasiadas, temblantes, morían sobre el suelo de pétalos. Las ménades lamían al centauro Ixhión dándole frutos de vid en su boca, y éste acariciaba sus cabellos con la sonrisa de un padre incestuoso. Todos agradecían su existencia a los amantes, incluso los espejos que grababan el mejor perfil para convertirlo en piedra. El amor era un sueño de dos: ella se convertía en cascada y le inundaba primate, él era serpiente y la perseguía liebre. Los gusanos, fieles criaturas de Cronos, median el tiempo con sus pasos, pero ninguna porción bastaba; el amor, ya se sabe, no es cosa entre dos puntos, es cosa de infinitos. Él propuso ónices de fuego; ella, tortugas en la mar, terminaron lagartijas, una sobre otra.
Aquellos cuerpos eran un rompecabezas armable de mil formas, todas incorruptibles y todas correctas; dos llamas que juntas hacían un fuego más grande; dos almas que morían de mil formas sin poder detener la muerte. Y era una que, herido el pecho del amante, dejaba escapar dolores-hormiga por la herida abierta. Entonces ella, por aliviar su dolor, le sacó el corazón-manzana elevándolo y apretándolo entre sus manos para que toda la sangre escurriera sobre su boca; y después, en un acto tan sublime como la muerte, mordió aquel fruto delicioso y arrancó la carne para sus fauces; comprendió el dolor: sintió dentro de su pecho el calor del amante (que moría y seguía muriendo) y el deseo de morir junto a él se hizo un dios de bello rostro al que quiso venerar, ¡pero no! No en esos momentos, pues ¿acaso no faltaban por vivir (revivir) las cosas más inexploradas del mundo? Sí, ¡y vaya que les faltaba tiempo! Por eso, en lugar de acelerar la extinción del Universo, besó la sobrante tercera parte del corazón y lo frotó entre sus manos. Ese pedacito comenzó a latir y a crecer y a regenerarse y a expandir sus venas como el árbol que quiere alcanzar el sol y el centro de la tierra. Volvió a su dueño, volvió a la sangre… Él sonreía a la vida; y ella, con el cuerpo arqueado, pudo ver por un instante la luz de Shabda, y suspiró tratando de asir aquella imagen divina para siempre. ¿Era un soñar despiertos o era un despertar siendo sueño? ¡Qué importa! La orquídea nacía en el bosque de los vientres: blanca, dormida, brillante… Intercambiaron las cuencas de sus ojos para poder mirarse con el amor del otro, y su corazón se llenó de alegría al ver que eran iguales y no había una sola razón para no desear la locura del mundo. Ella acariciaba sus cabellos y hacía círculos concéntricos en su ombligo: el centro del Universo, mientras la mano-araña del amante caminaba por el vientre de la amada y le mordía. Los ojos dieron luz a los cuerpos y se contemplaron largo rato, pasmados sin pensar en el inservible tiempo. Y el silencio habló, no porque no hubiese algo que decir, sino porque no bastaban las palabras para cantar toda, la inalcanzable, vastedad del Universo.
Guillermo Arroyo Jiménez, Ciudad de México, 02/10/08